
“Habiéndolo dejado por primera vez a los treinta y un años, después de más de quince de ausencia, el placer melancólico, no exento ni de euforia, ni de cólera, ni de amargura, que me daba su contemplación, era un estado específico, una correspondencia entre lo interno y lo exterior, que ningún otro lugar del mundo podía darme. Como a toda relación tempestuosa, la ambivalencia la evocaba en claroscuro, alternando comedia y tragedia. Signo, modo o cicatriz, lo arrastro y lo arrastraré conmigo dondequiera que vaya. Más todavía: aunque trate de sacudírmelo como a una carga demasiado pesada, en un desplante espectacular, o poco a poco y subrepticiamente, en cualquier esquina del mundo, incluso en la más imprevisible, me estará esperando.”
Juan José Saer: El río sin orillas
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