4 de diciembre de 2024

Lectura de Raúl Vidal a propósito de "Odiseas menores"



El 22 de noviembre de 2024 nos encontramos en la cálida librería y videoteca Septimo Arte, en el corazón de Cofico, para compartir una nueva lectura de "Odiseas menores". Un lector de lujo y amigo querido fue el encargado de acompañar el viaje. La primera parte de su exposición brindó un recorrido por la lectura en voz alta de pasajes del libro, junto al de sus propias intervenciones en los márgenes, a modo de bitácora. Palabras que aun resuenan en mí, con sus matices y hallazgos...  y sin duda, entre las personas que se acercaron al convite. 
Después y para finalizar, Raúl leyó un escrito precioso, su regreso a la poesía _¿una, su Itaca?_ que a continuación comparto:


Es sabido que todo libro es político, y Odiseas menores, un texto de viaje, un texto en viaje, un texto de frontera, no es la excepción.

 Entonces, me acuerdo cuando hace unos años escribí aquello de: Pero de qué nos espantamos nos diría el pibe De la Boétie, acaso no supimos tener por estas tierras, y ya hace casi dos siglos, nuestra propia Mazorca, con Señores de un lado y de otro negociando sangre derramada. Después vino lo que vino, le podríamos contestar a Étienne, sin espanto pero tampoco sin amor por nuestra tierra, este pinche país del sur. El único amor duradero es el de Drácula. Sólo que hoy por hoy es la ciencia, haciéndose coger por la técnica, insaciable y ninfómana, la que se derrama, espasmódica, como una caterva de flujos purulentos sobre los sujetos cada vez más esfumados. No por nada algunos han comenzado a pensar que, a decir verdad, lo que se desea no es la merca sino el tributo. ¿Por qué no acostumbrarnos a mirar al dealer (casi un anagrama de duelar) como a un especialista en consumo? El gestor reemplaza al soberano, supo escribir hace no muchos años el amigo Nicolás Casullo; otro que ya no está.

Así las cosas, cada vez más es un hecho que las fronteras matan, incluso logran asesinar a las ilusiones e imágenes espectrales. Los grandes relatos históricos hace tiempo que no alcanzan a evitar la masacre ni los múltiples oniros del exterminio. Buscar dar la espalda a la miseria y a la violencia, huyendo en pos de un ideal o de un poco más de aire, apabullados de banalidad, implica el riesgo de no ver aquello que no se puede ver: las ruinas sobre las que se soporta nuestro presente, aquellas que mira el Ángel de la Historia arrastrado por el progreso que lo atormenta.

La máquina de distracción y exterminio no parece agotarse en su cada vez más aceitado funcionamiento. Más se mata, más se intenta hacer olvidar los nombres sin sepultura. Los cuerpos torturados, los trozos sin huellas dactilares, las cabezas sin cuerpos que, incluso sin proponérselo, parecen querer borrar los linajes semióticos que nos constituye humanos, se han vuelto un explícito alarde de dominio.

¿Qué hacemos con los nombres de los muertos singulares? ¿Qué savoir-faire logrará incluirlos o heredarlos en un nuevo linaje semiótico? ¿Cómo finalizar la muerte?

Entonces, con suerte, casi lo único que se tiene a mano es una escritura, no la que sirve para comunicarse sino esa “huella donde se lee un efecto de lenguaje” (Lacan, 1981, p. 147), una punta de ese Real que no cesa de no escribirse, aquella escritura que hace ir y venir del garabato, el hilván que extravía el sentido, pero no la dirección ni el horizonte de los cuerpos en resonancia; en suma, una escritura que suele ser leída borroneando… casi un signo que no remite a nada.

 Tal vez por cositas como esta, frente a esta escritura de Andrea, tal como me sucedió con los poemas de otro entrañable amigo:

Revelo que he leído siguiendo un sendero a desmalezar, aquel del significado: sacar, remover, desbrozar, recoger lo que se encuentra de ese saber tope que topa una verdad. Luego, leer sin apuro, al menos sin la prisa del sentido ha sido el método.

Barrunto, sospecho y asomo conjeturas. Leer es perseguirse.

Tener hijos es nombrar. ¿Tener poemas es nombrar? ¡Sí! ¡Claro que sí! Sólo que aquí se demora la mano en la indicación, en la caricia, en el cuidado, en el acierto de lo que se supone saber hasta que se descubre eso nuevo: un guiño del amor que es, que está, y apenas un instante después ya no es, ya no está. Situar nombres que no perdurarán sin una lectura que los pronuncie en voz alta también es nombrar.

¿Por qué lo hace la poeta? Simple detalle. Porque una página es un río, pero todos sabemos que no hay río sin desborde en los márgenes. Ahí se escriben/inscriben los sueños, el desliz, un atrevimiento, aquello y esto que nos singulariza hasta la muerte. Nutricia tarea que enmagrece.

¡Qué largo y difícil será morir sin la palabra en otro!

En suma, no se busca el consuelo en la poesía, se lo engaña.


Al llegar a este punto, me atrevo y les cuento que después de terminar mi primera lectura de Odiseas Menores, volví a escribir poesía:

  

Estuve toda la noche soñando con Urrutia.

¿Quién es? –me preguntó Julieta.

No tengo la menor idea –le contesté.

¿Un lobo o una oveja? –insistió Julieta.

 
Se trata de un hombre sin cenizas.

 

----

Alrededor de Medianoche, aquella 'Round Midnight tañendo las seis cuerdas de Wes Montgomery y sus siete hijos

(una casita con galería donde estirar las piernas mientras las pupilas aturden el bamboleo de las gencianas bajo un leve viento otoñal... en Vermont).

 

Inventando otra esperanza.

----

Una guitarra

en un crepúsculo sin piedad y

te acordás –le dije a Julieta

que estabas con una panza de ocho meses

sí, o más…

aquella noche de verano en que lo fuimos a escuchar al Mono Villegas y

te acordás –le toqué el hombro a Julieta

que el solo de batería con apenas guiños o caricias del piano interrumpiéndolo

revolotearon, juntos, al bebé dentro tuyo

tu bebé

sí, o más…

porque todavía no era mío y

a pesar del océano oscuro y ciego

de los cristales salados

de las frías preguntas

todavía no era mío.

----

La muerte nos esconde.

 

Me llamo Raúl me dijo Urrutia

como tu padre

como tu hijo.

 

Qué pena cuando la vida se cuenta sin música de fondo

¿no? –me dijo Julieta.

 

La música es una ilusión…

pensé sin decir nada y

en un instante

me di cuenta que era una definición

sutil

callada y opaca

como un pez quieto detrás del vidrio

como un arañazo sin alarido

duplicado por mis ojos

como una condena o

como un todo está decidido

del final.

 

A veces la muerte nos esconde.

 

----

Sono nato a Livorno… la città di Amedeo Modigliani me dijo Urrutia

¿Y vos le creíste? –preguntó Julieta.

 

Escribir lo oculto no vale ninguna pena.

Hay que dejarlo escondido.

 

 


23 de noviembre de 2024

La cicatriz de lo perdido

Una delicada lectura de "Odiseas menores" publicada en el diario "Hoy día Córdoba" por el escritor, docente y crítico Nicolás Jozami.

https://hoydia.com.ar/cultura/la-cicatriz-de-lo-perdido/


 




 

 

 



12 de abril de 2024

Brave, new world!






Sobre Odiseas menores, texto de presentación de María Calviño, querida amiga y admirada poeta que leyó con largos ojos este viaje, y acompañó de cerca su proceso.  Un privilegio...

Entre 1956 y 1969 Ramón Guiu sostuvo un epistolario de viaje con su hermana menor, Caridad. Eran cartas escritas desde distintos países de América Latina que el viajero iba registrando al tiempo que cumplía con su itinerario, y Caridad -mujer lectora atenta- le respondía, no sin transcribir para ella misma en sus propios cuadernos los puntos de partida y de llegada; la fecha de cada desplazamiento revelado en cada capítulo de una geografía que se dilataba y contraía siguiendo un impulso familiar, amoroso. 

Quizás fue cuando Andrea (hija y sobrina de los escribientes) descubrió en una de esas cartas la conmovida referencia a su propio nacimiento en Brasil -en medio del viaje de Ramón y su esposa Blanca desde Cuba hasta Argentina- que ella sintió como parte de un legado la lectura de ese conjunto de documentos livianitos, cuidadosamente conservados respetando dobleces en sobres de avión, con guardas de colores de banderas diferentes. O eso me pareció cuando leí “Legar” en Odiseas Menores:

Heredad de unos modos de la cautela en el decir aun en la franqueza suave, una ética del cuidado del otro en la otra y viceversa. Porque entonces, cada coma, el temblor de la caligrafía,la gota de tinta, se convierten en signos elocuentes del sentir implícito, de acompañar sin herir, ni reclamar, ni, mucho menos, declamar. Un arte del decirse el afecto en la distancia aquí donde hoy estoy.
 

Ahora vemos que hay más en esta declaración de tiempo y de lugar: está leer/sentir la decisión de escribir. El advenimiento (im)previsto de textos del deseo latiendo en ese instante inaprensible que no podría llamar como Kierkegaard “de locura”, porque puede haber sido un intersticio de sinrazón, como descubrió Borges en las postrimerías de los “Avatares de la tortuga”, cuando admite que hemos soñado el mundo pero aclara: “ (…) lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso”. Deambulando por márgenes borgeanos aprendimos que verdadero o falso pueden ser hasta golpes de efecto; lo que me importa aquí es esa imagen de algo suelto, leve, fugaz entre leer/soñar/escribir (el mundo o lo que sea), algo que apenas podría ser menos que tiempo: podría transcurrir entre el vaivén regulado de manos que todavía escriben sobre papel y el balanceo a veces torpe de una nave en el agua. 

Cuando no había ecografías que te mostraban hasta el gesto imaginado del rostro de una bebé por nacer, las palabras podían confirmar la felicidad del nacimiento. Antes del “heroísmo de la visión” provisto por la tecnología de la imagen prenatal Andrea se vio llegar en las palabras de su padre en una carta, y así leyó/soñó directamente la escritura enlazada con alguna forma de viaje, de espera; una confirmación de haber llegado a destino. 

Mujer de letras propias y ajenas, poeta, periodista, cronista, artista visual, viajera por herencia pero también por convicción, migrante desde la capital al interior, ella pudo haber elegido distintos caminos para emprender su versión del epistolario que la precedía. Odiseas Menores se fue convirtiendo en todo ese tránsito. Y está escrito con palabras, sí, pero delata eficazmente los cabos sueltos como tales: se abre al contacto con los elementos previsibles e imprevistos: el mito, la nave, el clima de la vida y sus efímeros pertrechos. Dice en “Atesorar”:

Así como los bereberes en sus tiendas, el tesoro puede ser una tetera antigua o la alfombra hilada por generaciones de artesanos, en mi hábitat constelan los recuerdos de modos de estar afines al linaje. Anclas que no son ataduras

 O en “Cerrojos”: "Los colores de un cielo, el olor de la tierra. La vibración de los cantos, los golpes, el olor. El odio, la impotencia, la sangre. La lengua es el único equipaje de los bárbaros, y tiene doble cerrojo. 

Como los signos los cerrojos (con)ceden, y hoy celebramos un libro que conoce transformaciones. La intención de su autora lo fue conjurando, me parece, en la expresión abierta de una voz de/liberada. Así en 2006, cuando publica su Libro de ojos (también con Alción), incluye una manuscritura en página par que anuncia en dos líneas: construcción / de la nave. Y en mayo de 2009 (ya en plena época de pantallas) como editora de https://losodiseos.blogspot.com, Andrea incluye un posteo titulado "Ulises, nosotros y los otros", donde se lee: “El deseo no es solo buscar la mirada que no tenemos, la mirada por venir. Sino aquello que hace a nuestra falta y promesa; pues siempre la promesa es una falta. Deseo de ir al encuentro de la mirada perdida: la del griego errante en su metamorfosis humana”. De esta metamorfosis devinimos lectores, por supuesto. Y Ulises que venía de ser Nadie, recuperó a Odiseo y Odiseo se volvió Odisea y en mayúscula protagonista y libro-nave, o después mujer con minúscula y con mayúscula inicial obra poema biografía destino. Y menores, sí, porque son las odiseas del sur, de este extremo maravilloso del mundo donde lo que mejor se sabe desde siempre es ser el término desfavorecido de cualquier comparación; enmudecido, trasquilado y pobre. 

¿Cómo pasó que era hombre y es mujer? Solo podría responder con un recuerdo del capítulo cuarto de Orlando, una biografía. Virginia Woolf cuenta allí que Orlando se había comprado ropa de mujer vendiendo la décima perla de un collar. No pensaba demasiado en su sexo hasta que se dio cuenta que con las enaguas y ese pollerón no iba a poder nadar muy bien. Tres palabras la dejaban temblando: Contemplación, soledad, amor. Hasta que de pronto exclama, convencidísima: “¡Gracias a Dios que soy una mujer!”.

Tal como en “Legar” cuando leímos aquí donde hoy estoy cambiando las coordenadas de las letras del hombre/padre, o como cuando las Odiseas comienzan: el tiempo recobrado nace de lo perdido y presenta a esa nenita, quien en busca de su linaje va a ser tanto la mujer escrita como la que escribe: 

 "a mis espaldas reverbera la imagen/ de la niña que fui/ en mi mano la honda y el hilo rojo que brota/ del corazón del pájaro/ como una premonición." 

Entonces ahora puede ser Eurídice, Penélope; alguna reportera francesa que acumula cifras y porcentajes en un informe de divulgación sobre inmigraciones, una lectora de Lawrence de Arabia, o de Barthes o Benjamin, o de Kafka o Derrida; es Marguerite (en “Parlez moi, …” uno de los poemas cuya difusión también auguraba un libro): 

"A través de mi ojo oscuro miro tu sombra reclinada sobre la mesa, ensayándome." 

De manera espontánea y nítida, la referencia literaria activa la temporalidad de los textos en su propia digresión. Aquí unas líneas del prólogo de Carlos Correas a su traducción de Kierkegaard (las Cartas del noviazgo, del francés), donde él detecta este efecto transmisor del tiempo al mito: "Comprendemos también cómo la temporalización del presente hacia el pasado contribuye al despliegue de la dimensión mítica: el mito no es solo una búsqueda del tiempo perdido; es también el experimentar –y el hacer experimentar- en el presente la virulencia esencial de lo pasado; es hacer que el acontecimiento pretérito vuelva a darse en la fuerza de su acontecer; que lo pasado vuelva a pasar; y aquí es secundario que ese acontecimiento haya sido real o imaginario." [35]

En Odiseas Menores entonces, la autora consigue reenviarnos al presente un manojo de cartas de viaje transformando en poesía lectura y comentario. Escribiendo a las edades que fuimos y a las que vamos desde aquí, donde hoy estamos. Entre la mano que escribe y la nave que se lee/ se mece como vieja cuna está ese umbral insondable que ella/todas ellas cruzan una y otra vez. La que lee y escribe; la que viaja y la que prepara su viaje; la protagonista y la obra escrita. Cada texto indecide, las repite y las multiplica.

El lenguaje que Andrea usa en este libro es culto, no esconde referencias lectoras ni hace ostentación de comillas ni complementos explicativos. El énfasis que lo caracteriza es moderado o llano y la emoción directa, resuelta a través del ritmo o la puntuación si existe, aunque fuera de las formas métricas convencionales, siempre atenta al mínimo movimiento estructural. Como en “Una barca”:

Una noche una costa un destino una barca una soga un trapo un hilito un bulto una sed una foto un tatuaje una manta un sopor un ombligo una gota un ojo una ampolla una miga un desecho un golpe …


Si pudiera elegir dos puntos extremos para referirme precisamente, a ese énfasis moderado que contiene todo el libro, diría que son dos tonos: el de alguien que pide permiso antes de hablar, y la plegaria. Leo de la “Oración del errante”:

escucha la respiración de la que mira el mar y no se llama Calipso/ o de esa otra con los ojos puestos sobre los ojos del tarotista de la rue Mallarmé/ apretando los billetes sucios con la mano/ al encuentro de tu mentira piadosa/ pues su destino –le habías asegurado- no era morir aquí, alejada de los suyos,/ sino volver a verlos en su patria

Leo de “Impermanencia”:

Una atmósfera. El humo que brota del río al amanecer./ Las heridas de la rama quebrada sobre un colchón de hojas sepias/ que se dejan caer/ en su hora justa
que sería como decir ahora aquí donde hoy estamos. 

Si vuelvo al Libro de ojos, a la manuscritura de la que hablé recién (construcción / de la nave), vemos que anticipa un relato titulado “Miranda”: la mocosa de Shakespeare en La tempestad, convocada allí por Andrea con su memoria de naufragio. Como otras mujeres muy jóvenes en Shakespeare (Julieta, Viola, o hasta Crésida o la Porcia del Mercader de Venecia que no son tan niñas), ella se toma en serio. Puede jugar al ajedrez con su padre negociando su propia dote. Sabe que volvió a nacer, y esa consciencia le permite celebrar el mundo -con toda su funesta miseria descalibrada- antes que nada en sus palabras (‘Brave, new world!’). Que hacia allí nos conduzcan las Odiseas Menores ya mismo, y como dice la primera línea de aquel relato: Alguien propone un brindis a la salud de la heredera. 

María Calviño 21/11/23

25 de enero de 2021

Hogar




Es la pregunta por el territorio, aquella que emerge para quienes van. 

De allí destino, como cifra temporal, la de un hacerse camino en el andar, pero también, la de un hacerse lugar entre los posibles. Un hacerse posible un modo de existencia, cuando el devenir nos arroja desde circunstancias inhóspitas a la aventura o desventura. 

Dónde el hogar, preguntaba desde diversas latitudes de pantallas la voz en off de la muestra “Extranjerías”, curada por Néstor García Canclini, a la que asistí años atrás, en Buenos Aires. 

Poco más o menos, estas fueron algunas respuestas:

El hogar es la infancia, allí donde la primera lengua.

El hogar es donde puedo vivir sin que me persigan.

El hogar es el contexto de mis tradiciones, mis fiestas, mis ritos. 

El hogar es reservorio de mis sabores familiares. El de mi flora y fauna. El de mi paisaje, el primero que vieron mis ojos. 

El hogar el último paisaje que quisiera que vieran mis ojos. 

El hogar es donde encuentro cobijo y respeto. Donde están mis apegos.

El hogar es una construcción, un futuro, un horizonte.

El hogar es un barco, un tren, una valija.



30 de septiembre de 2020

Bitácoras (obra en proceso)

 


Impermanencia


IMPERMANENCIA


Una atmósfera.
El humo que brota del río al amanecer.
Las heridas de la rama quebrada sobre un colchón de hojas sepias
que se dejan caer
en su hora justa.

No la melancolía de lo que pudo ser sino aquel aviso que tuvimos
al despedirnos
sin saber que nos despedíamos por última vez.

Un dejà vu la puntada en el chakra anahata.

Presentimiento de la belleza consumada.
Fulgor del rastro en la cicatriz de lo perdido.

Que repara, prolija, resistente,
la hebra de oro.


(En "Odiseas Menores"  (Alción, 2023)

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