“Un día, en medio de un camino, vi en un espejo la figura de mi padre. Alcé la mano para saludarlo en medio de la fascinación de lo imposible, y observé que esa mano me saludaba a mí mismo. Un día encuentras, siempre, la mirada que perdiste. “
Juan Cruz Ruiz
Me despertaban los olores: a caramelo frito, a cebolla rehogándose. Olores que no eran para la mañana. Después venían los sonidos: de un motor, de una danza de partículas contra el plástico duro; del chisporroteo del líquido hirviendo; del metal contra el metal y el rumor apagado que bullía entre ambos. Sonidos amigables de una comida hipercalórica que se reservaba para ocasiones especiales del invierno argentino, aunque su origen fuera tropical.
Cuando ya habían sido consumados los trámites de un desayuno escueto, llegaban los colores con sus formas: el bordó espeso de los porotos en salsa, el dorado de la banana en milanesa, el naranja del huevo que no debía rasgarse, el tiza irisado del arroz, el beige con vetas rosas y cobrizas del cerdo.
Los alimentos se presentaban al plato. La cocinera disponía en un extremo de la porcelana la banana y, dentro de su concavidad, la porción de arroz extraída de pequeños moldes. En el extremo opuesto, la costeleta y la salsa bordó a un lado de la carne. Del otro, el huevo con su corola intacta. En el medio, la fila de porotos sin licuar.
Unos mezclaban los porotos con el arroz, la banana con el cerdo, la salsa con la carne y la banana o el arroz con la banana...
Otros preferían saborear cada pieza por separado.
Los niños solíamos ser quisquillosos con el cerdo y ávidos con el arroz.
Sólo el arroz y los porotos admitían una segunda y hasta una tercera vuelta.
Lo demás era ración discreta.
Una reminiscencia agridulce. Saber de mi memoria familiar, sin aderezos ni especias.
Tocaya, qué preciosidad. Me encantó, como otro texto anterior que hablaba del café de la mañana y que estaba tan bien escrito, que casi casi conseguí olerlo. Ahora he saboreado este plato tan rico aunque yo, como los niños, prefiero el arroz.
ResponderEliminarUn beso transatlántico, me relaja mucho leerte.
Gracias Andrea! qué lindo lo que decís, la mayor gratificación para un escritor es precisamente que el lector pueda vivenciar el texto, sentirlo e identificarse con esas sensaciones. Los de la foto son los Guiu cubanos, mi viejo Ramón y su hermana Caridad, y el fondo son las cartas entre ellos que yo atesoro (y con las que estoy armando una novela), así que, de algún modo, ahí también están tus parientes de la rama cubana. Te mando un beso enorme, con la alegría de que me leas.
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