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En una carta fechada en marzo de 1967, mi tía Caridad le cuenta a mi padre sus averiguaciones sobre los antepasados familiares.
Ella era una mujer delicada, con una graciosa modestia que potenciaba su belleza física.
Había quedado sola en La Habana . Mi padre había partido rumbo a estos rumbos desde donde hoy escribo. Los primos y tíos eligieron destinos más prósperos, entre Europa y América del Norte.
Ella permaneció junto a su madre Amparo, mi abuela de la perpetua sonrisa y las canas que aparece en las fotos, siempre acompañada. Eran gente de afectos llevar. Caridad acompañó sus dolencias hasta el final, con una entereza que aun al evocarla me conmueve profundamente. Poco después de enterrar a mi abuela, y de perder a su novio, víctima de un cáncer, ella enfermó también. En los últimos días el gobierno cubano le permitió emigrar a un hospital de Miami. Hacia allí voló mi padre a despedirla, cuando un pariente le avisó de su estado de gravedad.
He visitado la tumba de mis abuelos, de mi tía Alicia y de mi tío Carlitos en la necrópolis Cristóbal Colón habanera. Les he llevado flores en nombre de todos quienes desde esta orilla no pudieron o no quisieron hacerlo. Del mismo modo que no pude o no quise cumplimentar ese rito en la última morada de Caridad.
El de los ancestros es asimismo un tema lejano en tiempo y lugar. Nuestras raíces son inquietas. Ancestros catalanes estos Guiu que parecen haber peleado batallas cuando las cruzadas. Hubo uno que arriesgó el pellejo por salvar al rey de una conspiración, tres siglos después de las luchas en Medio Oriente. En premio a su lealtad y valor recibió un título nobiliario. Y un escudo familiar con una flor de lis, un grifo y una armadura. El grifo es un animal del bestiario medieval: me gustan su cabeza leonina y las garras que le dan anclaje. También sus alas. Transmite fuerza e integridad.
Caridad acumuló datos, armó árboles, juntó las fotos y postales de la parentela y comunicó sus descubrimientos, en un intento por mantener unida a la familia a través de sus cartas.
Las tengo conmigo: mi padre decidió que su hija escritora preservara esa memoria errabunda. No hablaba mucho de ella: era un hombre que guardaba con discreción sus propias penas. Así que de esta forma se disponía a compartirlas.
Me trepo a las ramas de ese árbol colmado de historias, con algunas rugosidades en el tronco, y arañitas tejiendo redes en algún hueco amohosado y observo los detalles con una lupa en el bolsillo.
Después, escribo.
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