Sobre Odiseas menores, texto de presentación de María Calviño (preciosa lectura que agradezco, profundamente).
Entre 1956 y 1969 Ramón Guiu sostuvo un epistolario de viaje con su hermana menor, Caridad. Eran cartas escritas desde distintos países de América Latina que el viajero iba registrando al tiempo que cumplía con su itinerario, y Caridad -mujer lectora atenta- le respondía, no sin transcribir para ella misma en sus propios cuadernos los puntos de partida y de llegada; la fecha de cada desplazamiento revelado en cada capítulo de una geografía que se dilataba y contraía siguiendo un impulso familiar, amoroso.
Quizás fue cuando Andrea (hija y sobrina de los escribientes) descubrió en una de esas cartas la conmovida referencia a su propio nacimiento en Brasil -en medio del viaje de Ramón y su esposa Blanca desde Cuba hasta Argentina- que ella sintió como parte de un legado la lectura de ese conjunto de documentos livianitos, cuidadosamente conservados respetando dobleces en sobres de avión, con guardas de colores de banderas diferentes. O eso me pareció cuando leí “Legar” en Odiseas Menores:
Heredad de unos modos de la cautela en el decir aun en la franqueza suave, una ética del cuidado del otro en la otra y viceversa. Porque entonces, cada coma, el temblor de la caligrafía,la gota de tinta, se convierten en signos elocuentes del sentir implícito, de acompañar sin herir, ni reclamar, ni, mucho menos, declamar. Un arte del decirse el afecto en la distancia aquí donde hoy estoy.
Ahora vemos que hay más en esta declaración de tiempo y de lugar: está leer/sentir la decisión de escribir. El advenimiento (im)previsto de textos del deseo latiendo en ese instante inaprensible que no podría llamar como Kierkegaard “de locura”, porque puede haber sido un intersticio de sinrazón, como descubrió Borges en las postrimerías de los “Avatares de la tortuga”, cuando admite que hemos soñado el mundo pero aclara: “ (…) lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso”. Deambulando por márgenes borgeanos aprendimos que verdadero o falso pueden ser hasta golpes de efecto; lo que me importa aquí es esa imagen de algo suelto, leve, fugaz entre leer/soñar/escribir (el mundo o lo que sea), algo que apenas podría ser menos que tiempo: podría transcurrir entre el vaivén regulado de manos que todavía escriben sobre papel y el balanceo a veces torpe de una nave en el agua.
Cuando no había ecografías que te mostraban hasta el gesto imaginado del rostro de una bebé por nacer, las palabras podían confirmar la felicidad del nacimiento. Antes del “heroísmo de la visión” provisto por la tecnología de la imagen prenatal Andrea se vio llegar en las palabras de su padre en una carta, y así leyó/soñó directamente la escritura enlazada con alguna forma de viaje, de espera; una confirmación de haber llegado a destino.
Mujer de letras propias y ajenas, poeta, periodista, cronista, artista visual, viajera por herencia pero también por convicción, migrante desde la capital al interior, ella pudo haber elegido distintos caminos para emprender su versión del epistolario que la precedía. Odiseas Menores se fue convirtiendo en todo ese tránsito. Y está escrito con palabras, sí, pero delata eficazmente los cabos sueltos como tales: se abre al contacto con los elementos previsibles e imprevistos: el mito, la nave, el clima de la vida y sus efímeros pertrechos. Dice en “Atesorar”:
Así como los bereberes en sus tiendas, el tesoro puede ser una tetera antigua o la alfombra hilada por generaciones de artesanos, en mi hábitat constelan los recuerdos de modos de estar afines al linaje. Anclas que no son ataduras.
O en “Cerrojos”: "Los colores de un cielo, el olor de la tierra. La vibración de los cantos, los golpes, el olor. El odio,
la impotencia, la sangre. La lengua es el único equipaje de los bárbaros, y tiene doble cerrojo.
Como los signos los cerrojos (con)ceden, y hoy celebramos un libro que conoce transformaciones. La intención de su autora lo fue conjurando, me parece, en la expresión abierta de una voz de/liberada. Así en 2006, cuando publica su Libro de ojos (también con Alción), incluye una manuscritura en página par que anuncia en dos líneas: construcción / de la nave. Y en mayo de 2009 (ya en plena época de pantallas) como editora de https://losodiseos.blogspot.com, Andrea incluye un posteo titulado "Ulises, nosotros y los otros", donde se lee: “El deseo no es solo buscar la mirada que no tenemos, la mirada por venir. Sino aquello que hace a nuestra falta y promesa; pues siempre la promesa es una falta. Deseo de ir al encuentro de la mirada perdida: la del griego errante en su metamorfosis humana”. De esta metamorfosis devinimos lectores, por supuesto. Y Ulises que venía de ser Nadie, recuperó a Odiseo y Odiseo se volvió Odisea y en mayúscula protagonista y libro-nave, o después mujer con minúscula y con mayúscula inicial obra poema biografía destino. Y menores, sí, porque son las odiseas del sur, de este extremo maravilloso del mundo donde lo que mejor se sabe desde siempre es ser el término desfavorecido de cualquier comparación; enmudecido, trasquilado y pobre.
¿Cómo pasó que era hombre y es mujer? Solo podría responder con un recuerdo del capítulo cuarto de Orlando, una biografía. Virginia Woolf cuenta allí que Orlando se había comprado ropa de mujer vendiendo la décima perla de un collar. No pensaba demasiado en su sexo hasta que se dio cuenta que con las enaguas y ese pollerón no iba a poder nadar muy bien. Tres palabras la dejaban temblando: Contemplación, soledad, amor. Hasta que de pronto exclama, convencidísima: “¡Gracias a Dios que soy una mujer!”.
Tal como en “Legar” cuando leímos aquí donde hoy estoy cambiando las coordenadas de las letras del hombre/padre, o como cuando las Odiseas comienzan: el tiempo recobrado nace de lo perdido y presenta a esa nenita, quien en busca de su linaje va a ser tanto la mujer escrita como la que escribe:
"a mis espaldas reverbera la imagen/ de la niña que fui/ en mi mano la honda y el hilo rojo que brota/ del corazón del pájaro/ como una premonición."
Entonces ahora puede ser Eurídice, Penélope; alguna reportera francesa que acumula cifras y porcentajes en un informe de divulgación sobre inmigraciones, una lectora de Lawrence de Arabia, o de Barthes o Benjamin, o de Kafka o Derrida; es Marguerite (en “Parlez moi, …” uno de los poemas cuya difusión también auguraba un libro):
"A través de mi ojo oscuro miro tu sombra reclinada sobre la mesa, ensayándome."
De manera espontánea y nítida, la referencia literaria activa la temporalidad de los textos en su propia digresión. Aquí unas líneas del prólogo de Carlos Correas a su traducción de Kierkegaard (las Cartas del noviazgo, del francés), donde él detecta este efecto transmisor del tiempo al mito: "Comprendemos también cómo la temporalización del presente hacia el pasado contribuye al despliegue de la dimensión mítica: el mito no es solo una búsqueda del tiempo perdido; es también el experimentar –y el hacer experimentar- en el presente la virulencia esencial de lo pasado; es hacer que el acontecimiento pretérito vuelva a darse en la fuerza de su acontecer; que lo pasado vuelva a pasar; y aquí es secundario que ese acontecimiento haya sido real o imaginario." [35]
En Odiseas Menores entonces, la autora consigue reenviarnos al presente un manojo de cartas de viaje transformando en poesía lectura y comentario. Escribiendo a las edades que fuimos y a las que vamos desde aquí, donde hoy estamos. Entre la mano que escribe y la nave que se lee/ se mece como vieja cuna está ese umbral insondable que ella/todas ellas cruzan una y otra vez. La que lee y escribe; la que viaja y la que prepara su viaje; la protagonista y la obra escrita. Cada texto indecide, las repite y las multiplica.
El lenguaje que Andrea usa en este libro es culto, no esconde referencias lectoras ni hace ostentación de comillas ni complementos explicativos. El énfasis que lo caracteriza es moderado o llano y la emoción directa, resuelta a través del ritmo o la puntuación si existe, aunque fuera de las formas métricas convencionales, siempre atenta al mínimo movimiento estructural. Como en “Una barca”:
Una noche una costa
un destino una barca una soga
un trapo un hilito un bulto una sed
una foto un tatuaje una manta un sopor un ombligo
una gota un ojo una ampolla una miga un desecho un golpe
…
Si pudiera elegir dos puntos extremos para referirme precisamente, a ese énfasis moderado que contiene todo el libro, diría que son dos tonos: el de alguien que pide permiso antes de hablar, y la plegaria. Leo de la “Oración del errante”:
escucha la respiración de la que mira el mar y no se llama Calipso/ o de esa otra con los ojos puestos sobre los ojos del tarotista de la rue Mallarmé/ apretando los billetes sucios con la mano/ al encuentro de tu mentira piadosa/ pues su destino –le habías asegurado- no era morir aquí, alejada de los suyos,/ sino
volver a verlos en su patria
Leo de “Impermanencia”:
Una atmósfera.
El humo que brota del río al amanecer./ Las heridas de la rama quebrada sobre un colchón de hojas sepias/ que se dejan caer/ en su hora justa
que sería como decir ahora aquí donde hoy estamos.
Si vuelvo al Libro de ojos, a la manuscritura de la que hablé recién (construcción / de la nave), vemos que anticipa un relato titulado “Miranda”: la mocosa de Shakespeare en La tempestad, convocada allí por Andrea con su memoria de naufragio. Como otras mujeres muy jóvenes en Shakespeare (Julieta, Viola, o hasta Crésida o la Porcia del Mercader de Venecia que no son tan niñas), ella se toma en serio. Puede jugar al ajedrez con su padre negociando su propia dote. Sabe que volvió a nacer, y esa consciencia le permite celebrar el mundo -con toda su funesta miseria descalibrada- antes que nada en sus palabras (‘Brave, new world!’). Que hacia allí nos conduzcan las Odiseas Menores ya mismo, y como dice la primera línea de aquel relato:
Alguien propone un brindis a la salud de la heredera.
María Calviño
21/11/23